El
fundamento antropológico de la familia
Discurso
de SS Benedicto XVI un congreso de la diócesis de
Roma
Queridos
hermanos y hermanas:
He
acogido con mucho gusto la invitación de introducir con una reflexión este
congreso
diocesano, ante todo porque me da la posibilidad de encontrarme
con vosotros, de tener un contacto directo, y después porque me permite ayudaros
a profundizar en el sentido y objetivo del camino pastoral que está recorriendo
la Iglesia de Roma.
Os
saludo con afecto a cada uno vosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y
religiosas, y en particular a vosotros, laicos y familias, que asumís
conscientemente esas tareas de compromiso y testimonio cristiano que tienen su
raíz en el sacramento del bautismo y para aquellos que están casados, en el del
matrimonio. Doy las gracias de corazón al cardenal vicario y a los esposos Luca y Adriana Pasquale por las
palabras que me han dirigido en vuestro nombre.
Este
congreso, y el año pastoral al que ofrecerá las líneas guía, constituyen una
nueva etapa en el recorrido que la Iglesia ha comenzado, basándose en el Sínodo
diocesano, con la misión ciudadana querida por nuestro querido Papa Juan Pablo
II, en preparación del gran Jubileo del año 2000. En aquella misión todas las
realidades de nuestra diócesis --parroquias, comunidades religiosas,
asociaciones y movimientos-- se movilizaron no sólo con motivo de una misión al
pueblo de Roma, sino también para ser ellas mismas «pueblo de Dios en misión»,
poniendo en práctica la acertada expresión de Juan Pablo II «parroquia, búscate
y encuéntrate fuera de ti misma»: es decir, en los lugares en los que vive
la gente. De
este modo, en el transcurso de la misión ciudadana, muchos miles de cristianos
de Roma, en gran parte laicos, se convirtieron en misioneros y llevaron la
palabra de la fe en primer lugar a las familias de los diferentes barrios de la
ciudad y después en los diferentes lugares de trabajo, en los hospitales, en la
escuelas y en las universidades, en los espacios de la cultura y del tiempo
libre.
Después
del Año Santo, mi amado predecesor os pidió que no interrumpáis este camino y
que no disperséis las energías apostólicas suscitadas y los frutos de gracia
recogidos. Por ello, a partir del año 2001, la orientación pastoral fundamental
de la diócesis ha sido la de conformar permanentemente la misión, caracterizando
en sentido más decididamente misionero la vida y las actividades de las
parroquias y de cada una de las demás realidades eclesiales. Quiero deciros ante
todo que quiero confirmar plenamente esta opción: se hace cada vez más necesaria
y sin alternativas, en un contexto social y cultural en el que actúan fuerzas
múltiples que tienden a alejarnos de la fe y de la vida cristiana.
Desde
hace ya dos años, el compromiso misionero de la Iglesia de Roma se ha
concentrado sobre todo en la familia, no sólo porque esta realidad humana
fundamental es sometida hoy a múltiples dificultades y amenazas, y por tanto
tiene particular necesidad de ser evangelizada y apoyada concretamente, sino
también porque las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la
educación en la fe, la edificación de la Iglesia como comunión y su capacidad de
presencia misionera en las situaciones más variadas de la vida, así como para
fermentar en sentido cristiano la cultura y las estructuras sociales.
Continuaremos con estas orientaciones también en el próximo año pastoral y por
este motivo el tema de nuestro congreso es «Familia y comunidad
cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe». El presupuesto por
el que hay que comenzar para comprender la misión de la familia en la comunidad
cristiana y sus tareas de formación de la persona y de transmisión de la fe,
sigue siendo siempre el significado que el matrimonio y la familia tienen en el
designio de Dios, creador y salvador. Éste será por tanto el meollo de mi
reflexión de esta tarde, remontándome a la enseñanza de la exhortación
apostólica «Familiaris consortio» (segunda parte, números 12-16).
El
fundamento antropológico de la familia
Matrimonio
y familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones
particulares históricas y económicas. Por el contrario, la cuestión de la justa
relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda
del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. No puede
separarse de la pregunta siempre antigua y siempre nueva del hombre sobre sí
mismo: ¿quién soy? Y esta pregunta, a su vez, no puede separarse del
interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? Y, ¿quién es Dios? ¿Cómo es
verdaderamente su rostro? La respuesta de la Biblia a estas dos preguntas es
unitaria y consecuencial: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es
amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace del hombre auténtica
imagen de Dios: se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en
alguien que ama.
De este
lazo fundamental entre Dios y el hombre se deriva otro: el lazo indisoluble
entre espíritu y cuerpo: el hombre es, de hecho, alma que se expresa en el
cuerpo y cuerpo que es vivificado por un espíritu inmortal. También el cuerpo
del hombre y de la mujer tiene, por tanto, por así decir, un carácter teológico,
no es simplemente cuerpo, y lo que es biológico en el hombre no es sólo
biológico, sino expresión y cumplimiento de nuestra humanidad. Del mismo modo,
la sexualidad humana no está al lado de nuestro ser persona, sino que le
pertenece. Sólo cuando la sexualidad se integra en la persona logra darse un
sentido a sí misma.
De este
modo, de los dos lazos, el del hombre con Dios y --en el hombre-- el del cuerpo
con el espíritu, surge un tercer lazo: el que se da entre persona e institución.
La totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el «sí» del hombre es
un ir más allá del momento presente: en su totalidad, el «sí» significa
«siempre», constituye el espacio de la fidelidad. Sólo en su
interior puede crecer esa fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del
amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempo difíciles. La libertad del
«sí» se presenta por tanto como libertad capaz de asumir lo que es definitivo:
la expresión más elevada de la libertad no es entonces la búsqueda del placer,
sin llegar nunca a una auténtica decisión. Aparentemente esta apertura
permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la
verdadera expresión de la libertad es por el contrario la capacidad de
decidirse por un don definitivo, en el que la libertad, entregándose, vuelve a
encontrarse plenamente a sí misma.
En
concreto, el «sí» personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio
para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno, y al mismo tiempo está
destinado al don de una nueva vida. Por este motivo, este «sí» personal tiene
que ser necesariamente un «sí» que es también públicamente responsable, con el
que los cónyuges asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que
garantiza también el futuro para la
comunidad. Ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí
mismo: por tanto, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de sí su
propia responsabilidad pública. El matrimonio, como institución, no es por tanto
una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una imposición desde
el exterior en la realidad más privada de la vida; es por el contrario una exigencia
intrínseca del pacto de amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.
Las
diferentes formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres
y el «matrimonio a prueba», hasta el pseudo-matrimonio
entre personas del mismo sexo, son por el contrario expresiones de una libertad
anárquica que se presenta erróneamente como auténtica liberación del hombre. Una
pseudo-libertad así se basa en una banalización del cuerpo, que inevitablemente incluye la
banalización del hombre. Su presupuesto
es que el
hombre puede hacer de sí lo que quiere: su cuerpo se convierte de este modo en
algo secundario, manipulable desde el punto de vista humano, que se puede
utilizar como se quiere. El libertinaje, que se presenta como descubrimiento del
cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el
cuerpo, dejándolo por así decir fuera del auténtico ser y dignidad de la
persona.
Matrimonio
y familia en la historia de la salvación
La
verdad del matrimonio y de la familia, que hunde sus raíces en la verdad del
hombre, ha encontrado aplicación en la historia de la salvación, en cuyo centro
está la palabra: «Dios ama a su pueblo». La revelación bíblica, de hecho,
es ante todo
expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los
hombres: por este motivo, la historia del amor y de la unión de un hombre y de
una mujer en la alianza del matrimonio ha podido ser asumida por Dios como
símbolo de la historia de la salvación. El hecho inefable,
el misterio del amor de Dios por los hombres, toma su forma lingüística del
vocabulario del matrimonio y de la familia, en positivo y en negativo: el
acercamiento de Dios a su pueblo es presentado con el lenguaje del amor
conyugal, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatría, es designada como
adulterio y prostitución.
En el
Nuevo Testamento, Dios radicaliza su amor hasta convertirse Él mismo, por su
Hijo, en carne de nuestra carne, auténtico hombre. De este modo, la unión de Dios con el
hombre ha asumido su forma suprema, irreversible y definitiva. Y de este modo se
traza también para el amor humano su forma definitiva, ese «sí» recíproco que no
se puede revocar: no enajena al hombre, sino que lo libera de las alienaciones
de la historia para volverle a colocar en la verdad de la creación. El carácter sacramental
que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la
creación ha sido elevado a gracia de redención. La gracia de Cristo no se
superpone desde fuera a la naturaleza del hombre, no la violenta, sino que la
libera y la restaura, al elevarla más allá de sus propias fronteras. Y así como
la encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero significado en la cruz, así
también el amor humano auténtico es entrega de sí mismo, no puede existir si
evita la cruz.
Queridos
hermanos y hermanas, este lazo profundo entre Dios y el hombre, entre el amor de
Dios y el amor humano, es confirmado también por algunas tendencias y
desarrollos negativos, cuyo peso experimentamos todos. El envilecimiento del
amor humano, la supresión de la auténtica capacidad de amar se presenta en
nuestro tiempo como el arma más eficaz para que el hombre aplaste a Dios, para
alejar a Dios de la mirada y del corazón del hombre. Ahora bien, la voluntad de
«liberar» la naturaleza de Dios lleva a perder de vista la realidad misma de la
naturaleza, incluida la naturaleza del hombre, reduciéndola a un conjunto de
funciones, de las que se puede disponer según sus propios gustos para construir
un presunto mundo mejor y una presunta humanidad más feliz; por el contrario, se
destruye el designio del Creador y al mismo tiempo la verdad de nuestra
naturaleza.
Los
hijos
También
en la procreación de los hijos el matrimonio refleja su modelo divino, el amor
de Dios por el hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la
maternidad, como sucede con el cuerpo y con el amor, no se circunscriben al
aspecto biológico: la vida sólo se da totalmente cuando con el nacimiento se
ofrecen también el amor y el sentido que hacen posible decir sí a esta vida.
Precisamente por esto queda claro hasta qué punto es contrario al amor humano, a
la vocación profunda del hombre y de la mujer, el cerrar sistemáticamente la
propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que
nace.
Ahora
bien, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y sólo con sus propias
fuerzas, pueden dar adecuadamente a los hijos el amor y el sentido de
la vida.
Para poder decir a alguien: «tu vida es buena, aunque no
conozca tu futuro», se necesitan una autoridad y una credibilidad superiores,
que el individuo no puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta
autoridad es conferida a esa familia más amplia que Dios, a través de su Hijo,
Jesucristo, y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los
hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce la acción
de ese amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de
nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este motivo,
la edificación de cada una de las familias cristianas se enmarca en el contexto
de la gran familia de la Iglesia, que la apoya y la acompaña, y garantiza que
hay un sentido y que en su futuro se dará el «sí» del Creador. Y recíprocamente
la Iglesia es edificada por las familias, «pequeñas Iglesias domésticas», como
las ha llamado el Concilio Vaticano II («Lumen gentium», 11; «Apostolicam actuositatem», 11), redescubriendo una antigua expresión
patrística (san Juan Crisóstomo, «In Genesim serm.» VI,2; VII,1). En este
sentido, la «Familiaris consortio» afirma que «el matrimonio cristiano… constituye
el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona
humana en la gran familia de la Iglesia» (n. 15).
La
familia y la Iglesia
De todo
esto se deriva una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en concreto
las parroquias y las demás formas de comunidad eclesial, están llamadas a la más
íntima colaboración en esa tarea fundamental que está constituida,
inseparablemente, por la formación de la persona y la transmisión de
la fe.
Sabemos bien que para que tenga lugar una auténtica obra
educativa no basta una teoría justa o una doctrina que comunicar. Se necesita
algo mucho más grande y humano, esa cercanía, vivida diariamente, que es propia
del amor y que encuentra su espacio más propicio ante todo en la comunidad
familiar, y después en una parroquia o movimiento o asociación eclesial, en los
que se encuentran personas que prestan atención a los hermanos, en particular, a
los niños y jóvenes, así como a los adultos, los ancianos, los enfermos, las
mismas familias, porque, en Cristo, les aman. El gran patrón de los educadores,
san Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que
«la educación es cosa de corazón y que sólo Dios es su dueño» («Epistolario»,
4,209).
La
figura del testigo es central en la obra educativa, y especialmente en la
educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su
horizonte más adecuado: se convierte en punto de referencia precisamente en la
medida en que sabe dar razón de la esperanza que fundamenta su vida (Cf. 1 Pedro
3,15), en la medida en que está involucrado personalmente con la verdad que
propone. El testigo, por otra parte, no se señala a sí mismo, sino que señala
hacia algo, o mejor, hacia Alguien más grande que él, con el que se ha
encontrado y de quien ha experimentado una bondad confiable. De este modo, todo
educador y testigo encuentra su modelo insuperable en Jesucristo, el gran
testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba tal y como
el Padre le había enseñado (Cf. Juan 8, 28).
Este es
el motivo por el que en el fundamento de la formación de la persona cristiana y
de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal
con Cristo y la contemplación en él del rostro del Padre. Y lo mismo se puede
decir de todo nuestro compromiso misionero, en particular, de nuestra pastoral
familiar: que la Familia de Nazaret sea, por tanto,
para nuestras familias y comunidades objeto de constante y confiada oración, así
como modelo de vida.
Queridos
hermanos y hermanas, y especialmente vosotros, queridos sacerdotes: soy
consciente de la generosidad y la entrega con la que servís al Señor y a
la Iglesia.
Vuestro trabajo cotidiano por la formación en la fe de las
nuevas generaciones, en íntima unión con los sacramentos de la iniciación
cristiana, así como también por la preparación al matrimonio y por el
acompañamiento de las familias en su camino, que con frecuencia no es fácil, en
particular en la gran tarea de la educación de los hijos, es el camino
fundamental para regenerar siempre de nuevo a la Iglesia y también para
vivificar el tejido social de nuestra amada ciudad de Roma.
La
amenaza del relativismo
Seguid,
por tanto, sin dejaros desalentar por las dificultades que encontráis. La
relación educativa es, por su misma naturaleza, algo delicado: implica la
libertad del otro que, aunque sea con dulzura, de todos modos es provocada a
tomar una decisión. Ni los padres, ni los sacerdotes, ni los catequistas, ni los
demás educadores pueden sustituir a la libertad del niño, del muchacho, o del
joven al que se dirigen. Y la propuesta cristiana interpela especialmente a
fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión. Un obstáculo
particularmente insidioso en la obra educativa es hoy la masiva presencia en
nuestra sociedad y cultura de ese relativismo que, al no reconocer nada como
definitivo, sólo tiene como medida última el propio yo con sus gustos y que, con
la apariencia de la libertad, se convierte para cada quien en una prisión, pues
separa de los demás, haciendo que cada quien se encuentre encerrado dentro de su
propio «yo». En un horizonte relativista así no es posible, por tanto, una
auténtica educación: sin la luz de la verdad antes o después toda persona queda
condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la
constituyen, de la validez de su compromiso para construir con los demás algo en
común.
Está
claro, por tanto, que no sólo tenemos que tratar de superar el relativismo en
nuestro trabajo de formación de personas, sino que estamos también llamados a
enfrentarnos a su predominio destructivo en la sociedad y en la cultura. Por ello, es
muy importante que, junto a la palabra de la Iglesia, se dé el testimonio y el
compromiso público de las familias cristianas, en particular para reafirmar la
inviolabilidad de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural, el
valor único e insustituible de la familia fundada sobre el matrimonio y la
necesidad de medidas legislativas y administrativas que apoyen a las familias en
la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial para nuestro futuro
común. Por este compromiso vuestro también os doy las gracias de corazón.
Sacerdocio
y vida consagrada
El
último mensaje que quisiera dejaros afecta a la atención por las vocaciones al
sacerdocio y a la vida consagrada: ¡todos sabemos la necesidad que tiene la
Iglesia! Para que nazcan y maduren estas vocaciones, para que las personas
llamadas se mantengan siempre dignas de su vocación, es decisiva ante todo la
oración, que no debe faltar nunca en cada una de las familias y en la comunidad
cristiana. Pero también es fundamental el testimonio de
vida de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, la alegría que
expresan por haber sido llamados por el Señor. Y es asimismo esencial el ejemplo
que reciben los hijos dentro de su propia familia y la convicción en las
familias de que la vocación de los hijos es también para ellas un gran don del
Señor. La opción por la virginidad por amor de Dios y de los hermanos, que es
exigida para el sacerdocio y la vida consagrada, está acompañada por la
valoración del matrimonio cristiano: la una y la otra, con dos formas diferentes
y complementarias, hacen en cierto sentido visible el misterio de la alianza
entre Dios y su pueblo.
Queridos
hermanos y hermanas, os confío estas reflexiones como contribución a vuestro
trabajo en las noches del Congreso y después durante el próximo año pastoral. Le
pido al Señor que os dé valentía y entusiasmo para que nuestra Iglesia de Roma,
cada parroquia, cada comunidad religiosa, asociación o movimiento participe
intensamente en la alegría y el esfuerzo de la misión y de este modo cada
familia y toda la comunidad cristiana redescubra en el amor del Señor la clave
que abre la puerta de los corazones y que hace posible una auténtica educación
en la fe y en la formación de las personas. Mi afecto y mi bendición os
acompañan hoy y en el futuro.
[Traducción
del original italiano realizada por Zenit]